miércoles, septiembre 13, 2006

Alaba Schopenhauer hablar sin acento. Lo mismo Lord Chesterfield en las cartas a su hijo, en las que una y otra vez le reitera la necesidad de conocer el alemán, el italiano y el francés.
"El sentido y el valor de cada una de las palabras revisten a menudo importancia capital en un acuerdo, y aún incluso en una carta".
Como si las palabras tuviesen casi un poder amenazador, quizá mayor hacia los demás que hacia nosotros mismos.
Podemos usar las palabras como caricias hacia los demás, pero apenas hacia nosotros mismos. En cambio, sí casi siempre contra nosotros mismos. Esto es mucho más fácil. ¿Pueden llegar a compensarnos las palabras de los otros? Quizá sólo sean necesarias las caricias, la ternura, y deberíamos prescindir de las palabras o al menos situarlas en los lugares justos, fuera de donde puedan hacernos daño, en las esquinas de la realidad, de nosotros mismos. Quedarnos sólo con las caricias, las de la otra persona, y las propias. Donde cualquier acento esté fuera de lugar, salvo el de los diferentes ritmos de mi respiración al sentirlas.