lunes, octubre 09, 2006

Desde que comencé a trabajar, he estado viviendo en muchos lugares. Nunca me ha preocupado no sentirme en mi hogar en ninguna parte. Lo he atribuído a una cierta propensión al nomadismo, o como quiera que se llame eso.
Pero estos días aquí ha sido diferente. Supongo que a eso contribuirá el gran ventanal del salón que me hace ver el mar, pero en cualquier caso, sin sentir todo esto como otra cosa que un sitio donde vivir un año o dos a lo sumo, me he sentido cómodo desde el primer momento. Lo he notado cálido. Nunca habría asociado esa sensación a un piso de alquiler.
Cuando llegué, llovía a cántaros. Deshice el equipaje en diez minutos, conecté el ordenador, envié un aviso, y lo apagué. No quise encender la televisión. Me serví un jerez y me quedé mucho tiempo mirando desde la ventana, con las luces apagadas.

Esta temporada no paro de leer y leer. Los libros se agolpan en mi mesa de noche, en el despacho y también en la de la cocina. Es como si necesitase recuperar el tiempo perdido. También escribo. El libro va a buen ritmo. Y vuelvo a tener ganas de cocinar. Me he bajado el Dictionnaire de Cuisine de Alejandro Dumas, lo he impreso -1500 folios- y voy experimentando. Mientras escribo esto estoy haciendo un Fondo Oscuro, que luego usaré para hacer un ragú de buey acompañado de paté. Debo bajar a la ciudad a comprar algo de vino.
Es curioso. La soledad puede convertirte en un salvaje, o en un sibarita. Por supuesto, he descubierto que soy lo segundo, a una escala que ni siquiera sospechaba hace unos años. Además, me está resultando un buen remedio para apreciar que la vida sólo se compone del aquí y del ahora: disfrutando de una cena exquisita, un buen cognac, mirar el mar desde este sofá, horas de lectura, y recordar una piel y unos labios.